Desde incontables generaciones de antepasadas, la casa de las Pavouk era un misterio resguardado en una celosa burbuja de tiempo. Nadie sabía como se había forjado la casa, aunque eran muchas las brujas de la familia que se habían interesado por preguntarle cómo es que había llegado a existir.
-Simplemente apareció-, había dicho la voz cavernosa de Primer Abuela cuando fue consultada en la centésimo sexta sesión espiritista que se celebrara en la casa, para indagar sobre aquel asunto. Y luego, había vuelto a roncar en las mullidas nieblas del olvido, esperando no volver a ser molestada mientras disfrutaba cómodamente de la apacible muerte.
Y fue la casa la primera en ver llegar aquella lluviosa tarde de Octubre al niño, perdido en un mar amarillo de plástico con capucha y manguitas. Venía tomado de la mano de su madre, una mujer de piernas extraordinariamente largas y grandes ojos sombríos.
-¿Tienes miedo? –preguntó ella, y su susurro llegó a través de una neblina oscura alrededor del chico.
-Sí, tengo… ¿Puedo tenerlo? –murmuró el niño despacio, y luego se quedó quieto como una estatua blanca frente a la puerta de la casa.
-Sí –dijo ella-. Puedes tener miedo. Pero sólo por esta vez.
¿Dónde está la vieja Bozena?
Durante el día, cuando las apolilladas bisagras de las ventanas no logran disolver la luz que viene desde el este, la vieja Bozena descansa de cabeza en el armario, hundida en el pozo profundo que contiene sus recuerdos y los de su exclusiva familia. Su nariz de cyrano da silbidos ruidosos que hacen temblar el polvo acumulado en las antiguas telarañas de los techos, y sus labios añejos refunfuñan en sueños contra la descendencia varón que le ha entregado el destino a su única hija, Anna.
En la colina, las blancas sábanas se agitan como espectros azotados por el viento. Lubos vuela un cometa de papel sostenido en un largo y sedoso hilo, y luego, bajo el antiguo ciruelo seco, escribe sobre las almas perdidas que gimen tras las desgastadas y enmohecidas paredes de la casa.
Cuando el tiempo es cálido es posible que su madre le deje dormir a la intemperie, pero si oscuras nubes galopan desde el norte, deberá correr hasta su cuarto en la buhardilla, donde los huecos dejan silbar a Boreas, y los gatos negros, abrigados en sus finas pieles oscuras, celebran fiestas escandalosas, bailando los cantos del viento sobre las vigas del tejado.
¡Es noche de Aquelarre y las brujas agitan sus mandíbulas repletas de dientes amarillos! Lubos se acurruca en el descanso de la escalera para verlas reír y bailar, girando y cantando melodías extrañas y cavernosas de siglos de antigüedad.
Recuerdan los buenos tiempos, cuando devoraban niños y arrebataban bebés de sus cunas. Y luego salían volando en sus escobas de madera, para terminar danzando en medio del bosque, sus pieles desnudas abrigadas tan sólo por el tenue resplandor de la luna.
Y cuando la veleta en lo alto del techo arroja su sombra de gárgola sobre la colina en penumbras, Lubos corre a refugiarse en el altillo. Las brujas vuelan como negros murciélagos hasta sus refugios y la abuela Bozena, ebria de vino, vuelve a refugiarse en el armario y pronto deja escuchar sus ruidosos ronquidos matutinos.
-¿Aún tienes miedo, hijo? –preguntó Anna, su madre, besándolo tiernamente en la coronilla.
-No. Ya no… –fue la suave respuesta inmediata del niño-. ¡Quiero vivir por siempre en esta casa!
Y la casa de las Pavouk lo dejó morar en ella.