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Estar Abajo

La puerta trasera del local se hallaba abierta, aunque sólo un resquicio por el que se colaban los gritos frenéticos y los golpes atropellados, y por el que ahora se escurría una pistola caliente, y tras ella, el hombre que la portaba.

El hombre Akatanca se apoyó en la pared de ladrillos mohosos, mientras la lluvia caía. Con la mano derecha, sacó un pañuelo grande desde su chaqueta de cuero negro. Echó un vistazo callejón abajo, hacia donde brillaban las luces de los autos, y luego miró su pierna, donde el pañuelo se teñía de rojo.

Emitió un leve gruñido, que expresaba a un tiempo frustración y dolor. En la esquina, sobre el empedrado, un perro vagabundo dormitaba intranquilo. El hombre esquivó un montón de bolsas apiladas y rengueó hasta la pared contraria. La luz de la luna creciente asomó por entre las nubes, enfocándolo.

Akatanca jamás se había permitido tener amigos entre los vivos. Como había aprendido a través de su corta experiencia en la Ciudad del Olvido, los vivos eran problemáticos. Desde luego hoy, había cometido un error de juicio. Había dejado de ser una ausencia, para convertirse en una presencia.

Ahora, apoyado en la esquina, recordó las palabras de Kharisiri.

Uno de los hombres altos salió del local, pero en la espesura del callejón le costó distinguirlo; parecía un reflejo producido por la luna, o aquellas cortinas agitadas por el viento, que por un momento, parecen la silueta de un hombre alto.

El perro dormido, abandonó su ensoñación para lamerle la mano untada de sangre. Akatanca sintió su lengua tibia y rasposa pegar contra sus dedos entumecidos, mientras el hombre alto se detenía en el límite de la oscuridad.

-Ésta es la frontera –dijo en voz alta.

El disparo retumbó a lo largo del callejón. Akatanca jamás levantó su pistola. El perro inclinó la cabeza y bebió a pequeños sorbos la sangre que se derramaba en aquella esquina. La luz de la luna creciente se perdió entre las nubes. El estrecho callejón volvió a teñirse de sombras.

La esquina

Ella, una alondra de vuelo herido. Acostumbrada a surcar los sueños de Daniel sin que él pueda hacer nada para evitarlo. Daniel odia cada minuto, cada día, cada mes que la alejan de ella. Siempre lo supo, desde el primer día que les nació ese deseo de fundirse en algo que ninguno de los dos llamaría nunca amor.

Ella le dijo:
– ¿Sabes? Tú podrías ser la única persona que me haga olvidar las ganas de volar – y lo besó en un gesto que él (como siempre) interpretó como una clara despedida.

Daniel patea el asfalto masticando los besos que le dejó. Tiene ganas de arrancarse los recuerdos de cuajo, pero la praxis le dice que eso sería un intento inútil – como todo lo que hago, añadiría él. Contempla la ciudad mirando un acuario, bello, lejano, fútil. Se dice a sí mismo: deambulando por los caminos de la derrota no lograré NADA.

Se propone miles de planes mientras espera el cambio de luz en el semáforo. Se imagina que el tiempo se detiene en ese rojo parpadeante, se desespera pensando que la luz verde nunca llegará para él, anclado a una esquina inmunda de una ciudad inmunda, de un mundo in-mundo… su mundito oscuro y gris. Se agita. Le enloquece la idea de que algo ajeno a él le impida avanzar, justo que ahora lo decidió.
– No quiero pensar más boludeces… – Se dice esto mientras mira el monito verde que le dice ¡Avanza!… El, como siempre, bifurca su paso al otro extremo de la cuadra.

Y es que eso es su vida, andar de esquina en esquina, masticando el deseo de avanzar, creyendo que siempre puede intentarlo en la otra esquina.