La puerta trasera del local se hallaba abierta, aunque sólo un resquicio por el que se colaban los gritos frenéticos y los golpes atropellados, y por el que ahora se escurría una pistola caliente, y tras ella, el hombre que la portaba.
El hombre Akatanca se apoyó en la pared de ladrillos mohosos, mientras la lluvia caía. Con la mano derecha, sacó un pañuelo grande desde su chaqueta de cuero negro. Echó un vistazo callejón abajo, hacia donde brillaban las luces de los autos, y luego miró su pierna, donde el pañuelo se teñía de rojo.
Emitió un leve gruñido, que expresaba a un tiempo frustración y dolor. En la esquina, sobre el empedrado, un perro vagabundo dormitaba intranquilo. El hombre esquivó un montón de bolsas apiladas y rengueó hasta la pared contraria. La luz de la luna creciente asomó por entre las nubes, enfocándolo.
Akatanca jamás se había permitido tener amigos entre los vivos. Como había aprendido a través de su corta experiencia en la Ciudad del Olvido, los vivos eran problemáticos. Desde luego hoy, había cometido un error de juicio. Había dejado de ser una ausencia, para convertirse en una presencia.
Ahora, apoyado en la esquina, recordó las palabras de Kharisiri.
Uno de los hombres altos salió del local, pero en la espesura del callejón le costó distinguirlo; parecía un reflejo producido por la luna, o aquellas cortinas agitadas por el viento, que por un momento, parecen la silueta de un hombre alto.
El perro dormido, abandonó su ensoñación para lamerle la mano untada de sangre. Akatanca sintió su lengua tibia y rasposa pegar contra sus dedos entumecidos, mientras el hombre alto se detenía en el límite de la oscuridad.
-Ésta es la frontera –dijo en voz alta.
El disparo retumbó a lo largo del callejón. Akatanca jamás levantó su pistola. El perro inclinó la cabeza y bebió a pequeños sorbos la sangre que se derramaba en aquella esquina. La luz de la luna creciente se perdió entre las nubes. El estrecho callejón volvió a teñirse de sombras.